[Cuento]La falsa ciudad

23 de diciembre de 2016

Matías era un habitante más de una pequeña ciudad, en algún lugar de Latinoamérica. Con sus veinticinco años salía a las nueve de la mañana, con un traje desgastado de tanto uso y un maletín negro en dirección al trabajo. Al igual que todos sus vecinos llevaba puesta una sonrisa demasiado tensa para ser real.
Trabajaba en una oficina dividida por paneles tan delgados que parecían de papel. El cubículo de Matías era igual al resto: un escritorio, una computadora y una silla. No había ni una fotografía o anotación que lo diferenciara del resto. Dentro del mismo se atrevía a borrar su sonrisa, a sentirse real y descansar su cara. Pero sabía que de encontrarlo así las consecuencias serían graves así que estaba atento a cualquier persona acercándose para poner de nuevo esa máscara alegre.
A las cuatro de la tarde como un reloj, todos detenían su trabajo y se levantaban de sus asientos. Cerca de cien caras sonrientes se asomaban por encima de los paneles y, como la corriente de un río, se apresuraban a salir manteniendo conversaciones banales con el que tenían cerca. Todos se dirigían al mismo sitio. El parque comunal era el único parque de la ciudad pero era tan grande que cabían todos en él. Los niños se juntaban en un mismo lugar a jugar a los piratas o el quemado mientras los padres se mantenían cerca hablando de lo hermoso de la crianza. Dispersos por todo el parque se encontraban grupos de adolescentes o gente sentada leyendo un libro. No había a la vista ningún policía, de hecho no se veía en ninguna parte de la pequeña ciudad a ningún policía.
Matías deambulaba como siempre por el parque de manera automática, sumido en sus propios pensamientos. Veía pasar una sonrisa detrás de otra y rezaba para no encontrarse ningún conocido aunque era casi imposible. ¿Por qué todos sonreían? No era una ley pero era, implícitamente, una regla social. A los habitantes les gustaba jactarse de ser la ciudad más felíz del mundo y debían demostrarlo a toda costa. Estaba convencido, además, que nadie quería tener que lidiar con los problemas del otro. Era más sencillo sonreír y decir “estoy muy bien, gracias”. Pero, ¿Qué pasaría si alguien no sonreía?.
Estos pensamientos venían ya hace semanas creciendo en la mente de Matías pero ese día en particular lo perturbaron más que de costumbre obligándolo a volver a su casa más temprano de lo normal. Dentro podía llorar en silencio porque nadie podía verlo. Ya no quedaba en él ni un recuerdo que le ayudara a sonreír falsamente. ¿En serio se pasaría la vida realizando aquella horrible rutina? Esa noche se durmió abrigado por las lágrimas.
Al día siguiente continuó con su rutina pero esta vez algo faltaba, algo demasiado obvio para pasar desapercibido. Si hubiera salido sin camisa lo hubieran notado menos pero decidió salir sin sonrisa. A los que se cruzaban con él se les notaba en los ojos, a pesar de sus sonrisas, el horror y la confusión. En la oficina el jefe no tardó en aparecer con un papel que le entregó sin decir palabra. En el mismo le concedían un día franco por enfermedad. Matías frunció el ceño pero finalmente una verdadera sonrisa de satisfacción apareció por unos segundos. Tenía razón, nadie sabía qué hacer con alguien que no demostraba felicidad.
Volvió a su casa y no se presentó en el parque esa tarde. Se quedó leyendo, viendo tele y pensando en lo que había pasado. Cuando el sol se ocultó y la oscuridad se adueñó del exterior, se dispuso a dormir. Justo antes de acostarse una campana resonó en la casa. Nunca nadie la había usado pero supuso que alguien estaba afuera. Con confusión y algo dudoso abrió lentamente la puerta. Dos hombres de traje y unos innecesarios lentes de sol estaban en la puerta. Uno estaba un poco por detrás, sus músculos en exceso parecían que iban a romper la tela. El otro más adelantado era delgado y un poco más bajo que su compañero. Éste fue el que habló
-Señor, necesito que me acompañe
-¿A donde?.-Un escalofrío le recorrió la columna haciendo que cada pelo de su cuerpo se erice. ¿Estos hombres se lo querían llevar por lo que había hecho hoy? O mejor dicho, ¿lo que no había hecho hoy?
Al no recibir respuesta se dió cuenta que no tenía escapatoria. Tomó un abrigo y se subió al auto negro que no había notado hasta ese momento.
Llegaron al edificio más alto de la ciudad y los tres subieron por un pequeño ascensor hasta el último piso, el sexto. Siempre se había preguntado qué había en ese lugar, pero claramente era mejor ser un ignorante del mismo. El ascensor se abrió a un pequeño recibidor donde lo único que había eran dos puertas. Entraron a la habitación de la derecha donde sólo se podía ver un escritorio con tres sillas iluminado por una lámpara que colgaba del techo. Por más que intentó la iluminación no le dejaba ver si había algo más allá. El ruido de las pisadas estaba silenciado por una alfombra que al parecer cubría todo el suelo. El hombre más delgado le señaló a Matías que se sentara en una de las sillas y luego se sentaron ellos dos enfrentados a él.
-Está usted perturbando a los habitantes de nuestra ciudad.-Estaba claro que el delgado era el jefe y sería el único hablando.
-Lo siento
-¿Por qué no sonríe?
-No puedo
A pesar de los lentes ninguno de los dos hombres de traje pudo ocultar su confusión y sorpresa.-¿Cómo que no puede?
-No tengo ninguna razón para andar sonriendo todo el día.
-Siempre hay una razón para hacerlo
-Pues yo no la encuentro…
-Tener trabajo
-No me gusta. Tengo que estar todo el día sentado mirando una pantalla
-Tener amigos
-No tengo
-Vivir!.-El musculoso no pudo aguantarse el silencio
-Es una vida monótona y aburrida, no hay nada de especial en ella
Los tres hombres suspiraron abatidos. Y a pesar de todo lo que significaba esa situación, era la primera vez que Matías se sentía a gusto con otras personas. Ninguno sonreía falsamente y no había sentido en ocultar lo que de verdad le pasaba
-El problema es…-habló finalmente el delgado.-que no lo podemos dejar por ahí sin sonreír, haciendo al resto triste. Eso arruinaría nuestra reputación de ser la ciudad más feliz.
-Entonces, ¿Qué me van a hacer?.-miró de reojo al grandote con algo de temor
-No soy un matón!-Exclamó ofendido
-Pues hay dos opciones: promete de ahora en más sonreír o debe retirarse de nuestra ciudad.-señaló el delgado ignorando a su compañero
-Pero, ¿A donde iría?
-A conocer el mundo, quizá encuentre un motivo para ser feliz

Esa misma noche los tres hombres empacaron las pocas pertenencias de Matías y lo condujeron en su auto a la estación de buses más cercana, que quedaba en una ciudad a 30 kilómetros. Allí se despidieron y le desearon la mejor de las suertes en su búsqueda por la verdadera felicidad.

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